“Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. Tal regla fundamental que debe regir la conducta cristiana. Pero, ¿cómo se nos puede exigir que amemos? ¿Acaso el amor no es algo espontáneo? ¿Cómo, entonces, se puede hacer del amor un mandamiento? Nuestra mayor dificultad, reside en que, en el uso común, calificamos de amor una variedad de cosas, diferentes entre sí.
Hablamos del amor entre esposos, del amor a la patria, del amor de los padres a los hijos. Este afecto humano es natural y espontáneo, como todas las emociones, pasiones y deseos de los hombres. Pero, dado que Cristo hace del amor un mandamiento, está claro que debe referirse a algo más que un mero sentimiento, por legítimos que los sentimientos sean. Máxime cuando tenemos en cuenta que se nos ordena amar a nuestro prójimo, es decir, a todos los que nos resultan próximos: los compañeros de trabajo o de estudios, los vecinos, todos los que Dios ha puesto cerca de nosotros y no sólo a los que nos resultan simpáticos o agradables. Todos mis vecinos deben ser objeto de este amor. Pero, ¿en qué consiste entonces ese amor? Como tantas veces, para comprender el sentido que ese término tiene en labios de Jesús, tenemos que ver lo que significa en su vida. Él dijo: “Un mandamiento nuevo os doy: Que os améis los unos a los otros; como yo os he amado, que también os améis los unos a los otros” (Jn. 13:34).
. Fijémonos en que Jesucristo siempre fue muy específico en su amor.
Cuando habla del amor, no se refiere a un sentimiento vago e indefinido hacia toda la humanidad, sino de una actitud concreta hacia personas definidas. Habla del amor a los padres, del amor a Dios, del amor a él mismo, del amor al prójimo, del amor al enemigo, de su amor por sus discípulos. Cuando ama, ama a las personas que le necesitan, aun a las indeseables, a los pecadores notorios y a los despreciados de la sociedad. Y en la culminación de su amor, abraza a todos los hombres por quienes muere, reconciliándolos con el Padre celestial. “Ninguno tiene mayor amor que éste: que uno ponga su vida por sus amigos (Jn. 15:13). Su muerte no es la del martirio del defensor de un ideal, ni del héroe que muere por otros al impulso de su valentía o de su respeto propio. Es la muerte del que ama con el amor de Dios, porque sin ese amor su muerte no hubiera significado nada nuevo en la historia de la humanidad. “Si repartiese todos mis bienes para dar de comer a los pobres, y si entregase mi cuerpo para ser quemado, y no tengo amor, de nada me aprovecha” (1 Co. 13:3).
De modo que podemos afirmar que, según Jesús, el amor que no se expresa en acción no es amor verdadero, así como la acción que no está inspirada en el amor verdadero no aprovecha para nada.
Jesús enseñó con su propia actitud que el prójimo es cualquiera que está en necesidad y a quien yo puedo ayudar, no importa en qué categoría lo haya colocado la sociedad, no importa si despierta mi simpatía o si me resulta antipático. No son mis sentimientos los que determinan los límites de esa obligación cristiana. “Cuando Jesús enseñó esto, era una nueva doctrina. La antigua idea puede ser descrita poniendo a un hombre en el centro, y dibujando una serie de círculos a su alrededor; primero debe amar a los de su propia familia; después a los de su propia ciudad y tribu; después puede dedicar un poco de su amor a los extraños y extranjeros; y finalmente tal vez hasta encuentre posible amar a su enemigo. Jesús dice, por el contrario, que en cualquier momento cualquier hombre puede convertirse en ése a quien debo mostrarme como prójimo. Mi amor no es un sentimiento amable y general hacia todos los hombres. Es obediencia”.obispo David Mata pastor de la iglesia de Dios de stockton..shalom.